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Aquellas aguas negras

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Parece que solo recuerdo esa tormenta. La que bajaba a cántaros por esos riscos ennegrecidos y melancólicos, aunque extrañamente conocidos. Arrastraba todo a su paso, como si se tratara del diluvio universal. Es el recuerdo que más me persigue, pues lo veo todas las noches cuando me acuesto y todos los días cuando me levanto, pero también algunas otras veces. Por supuesto que me acuerdo de muchas más cosas: recuerdo, por ejemplo, el día que le puse el anillo de compromiso a Cecilia cuando vivíamos en Villa de Leyva y recuerdo que viajamos hasta la capital para casarnos en la Catedral Primada. Recuerdo su hermoso rostro y sus ojos cafés claros mezclados con amarillo cuando levanté el velo blanco que tenía ese día en el altar. ¿Cómo no voy a recordar lo más hermoso que alguna vez tuve y que se me fue tan de repente?

Mis manos ya no son lo mismo que antes. Ya no puedo sostener nada, ya no puedo tender mi cama, cargar la loza hasta la cocina o lavar los trastes, pues pareciera que solo los traspaso. El único que todavía osa acariciar estos dedos arrugados y ásperos es ese gato que me maúlla siempre que me ve sentado en el rincón. Ya casi no siento cuando me roza y me ronronea; debe ser que con los años las terminaciones nerviosas dejan de ser lo mismo de antes. Igual, ya no me interesa sentir mucho que digamos. Ya no puedo acariciar su piel, ya no puedo revolver el cabello de mis hijos, ya no puedo sobar el lomo de Semíramis o el de Dominguín en el potrero antes de ponerles la montura. Mi cuerpo ya está acabado, como a punto de desaparecer.

Hace un tiempo que no como nada. No porque no me den nada los monjes, pues ellos siempre están pendientes de las cosas que los viejos necesitamos, es que simplemente ya nada me apetece. A duras penas bebo unos tragos de vino que les robo a los franciscanos por la noche. Siempre están confundidos al otro día, pareciera que nunca notaran que fui yo, a pesar de que algunas veces olvido esconder la botella y esta queda al lado de mi cama. Menos mal no lo han notado porque no quiero quedar como un ladrón con ellos, que siempre han sido tan atentos…

Anoche fue Miguelito, hace dos semanas fue Ignacio. Dos meses atrás le tocó a María, pocos días después que a Clemencia. Siempre que alguno parte cae la misma tormenta que arrasa con todo a su paso, bajando a cántaros por esos riscos ennegrecidos y melancólicos. Debe ser por eso que siempre sueño lo mismo, debe ser por eso que no puedo sacarme esa imagen de la mente. Hay otra cosa que me perturba, que me inquieta un poco: esta mañana bajé del ático donde queda mi cama, la única desocupada y que está algo destartalada, aunque, eso sí, siempre está limpia y con sábanas nuevas que pone el hermano Alberto cada dos días, no sin antes prenderme un velón que me pone en la mesa de noche y rezarme una oración. Bueno, como venía diciendo: bajé del ático y me encontré otra vez con ese bendito animal. No sé qué vio en mí pero ese gato no deja de maullarme cuando me ve caminando por ahí, todos los días. Yo solo lo acaricio y él se va por un rato, pero siempre regresa. Es algo que me parece muy raro.

Ah, hay otra cosa extraña y es que tengo que dormir en el ático pues, por alguna razón, llegué un día de caminar alrededor de esta enorme casa y me encontré con que habían recogido mis cosas y habían acomodado en mi pieza a Carmen, que ya está muy malita y no escucha un carajo, pues cuando le pregunté que qué había pasado, que por qué la habían acomodado ahí, no me supo responder nada. No importa, pensé, simplemente cogí mis cosas y eché para arriba. Es curioso que ese haya sido el primer día que vi esa tormenta, llena de agua negra, bajando a cántaros por esos riscos ennegrecidos y melancólicos. Puede que haya sido una coincidencia.

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A veces quisiera poder irme de este lugar, volver a caminar por el potrero de la finca o ir otra vez a la plaza o al mercado y tomarme unas cervezas. El vino a veces cansa y da un guayabo muy maluco. Pero, por alguna razón, me gusta estar más aquí; viendo a los monjes trabajar con suma devoción, mirando los atardeceres que se extinguen detrás de esas colinas rocosas y amarillentas que me gustan tanto. A veces quisiera poder ayudar más, pero creo que ya hago más mal que bien y en algunos momentos siento que me ignoran. Yo creo que lo hacen por mi bien para que no me lastime haciendo un mal esfuerzo pues mi espalda y mi cadera ya no son lo mismo que antes, cuando podía alzar y cargar un potrillo por varios segundos.

Si pudiera cambiar algo sería que la gente tuviera que irse. Me gustaría que los demás viejos pudieran estar más tiempo en este lugar, como yo. Que no se fueran tan pronto y se quedaran a mi lado otro rato, así ya no hablen casi conmigo. No para me hagan compañía, aunque eso no me disgusta, sino porque hay otra cosa que sí me disgusta y es esa agua negra. Esa agua que corre a cántaros y se desliza por esos riscos ennegrecidos y melancólicos, cada vez que alguien se va. Esa agua que veo cuando me acuesto a dormir y cuando me levanto. Cuando siento que ella me habla.

Hoy fue un día extraño. Aún tenía los ojos cerrados cuando escuché la voz de Cecilia. Es una alucinación, me dije a mí mismo pues era imposible que la estuviera escuchando, más aun cuando ella ya se había ido. Debe ser que estoy empezando a escuchar cosas. Me decía que me fuera, que este ya no era un lugar para mí. Que lo mejor sería que descansara en otra parte. Que dejara de robarme el vino de los monjes y encontrara la paz. Yo entretanto me preguntaba: ¿Será que es tan grave robarse una botella de vino? Finalmente me convencí de que ella no estaba ahí y de que todo había sido un sueño más.

Mi convencimiento no duró mucho cuando volví a ver esa agua. Esa agua lúgubre que me perseguía, al igual que ese gato que no me dejaba tranquilo. Esa maldita agua negra y caudalosa, que corría a cántaros por los riscos ennegrecidos y melancólicos, que ya no eran riscos sino que siempre habían sido mejillas, en las cuales el agua se había vuelto salada, pero seguía siendo negra. Ese líquido oscuro que, corriendo por los pómulos de Cecilia, me decía mediante su voz que me fuera de una buena vez, que encontrara la paz. Por fin entendí que el único que había querido quedarse en ese lugar había sido yo, pues mi sitio estaba en otro lado. Entonces alcé la mirada y, al ver sus hermosos ojos cafés y amarillos, pero tristes y agobiados, supe lo que tenía que hacer. Con calma, subí al lomo de Semíramis y, mientras el agua negra se iba y ella sonreía de nuevo, comencé a cabalgar…

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La senda úrsida

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Sus dedos, casi morados por la presión, se enredaban entre los gruesos cordones de cuero de Caribú. Aplicaban fuerza constante a las pesadas botas hechas de hueso y piel de oso en el exterior y de piel de foca en el interior para conservar el calor. Sus hijos aún dormían plácidamente cobijados entre pesadas pieles. Se puso de pie, tomó el hacha, el cuchillo y la lanza y se dirigió al exterior del pequeño iglú.

Las pesadas pestañas, más gruesas y pesadas que las comunes para proteger los ojos del resplandor del sol en la nieve, se abrieron de par en par. Sus pupilas marrones se reverdecieron como las hojas del bosque con la llegada de la primavera; reflejaban la obra de arte que se movía lenta y armónicamente ante él. No era la primera vez que veía las luces del norte, pero ante tanta belleza parecía que nunca hubiera una segunda.

Introdujo sus robustos pies en los esquís de madera que parecían un par de raquetas de tenis y que estaban colgados al exterior de su morada. Ajustó con fuerza su mochila y emprendió su rutinario viaje en búsqueda de alimento para sus pequeños. Entre sus provisiones cargaba varias tiras de carne curada y pescado seco para mantener su nivel de calorías ante el crudo clima, que se vuelve más inclemente en los primeros meses del año en la parte meridional de la isla de Baffin, al norte de Canadá.

Después de caminar cerca de cien metros entre los árboles escuchó algunos gruñidos y ladridos. Mantuvo la calma. Con su lanza dio un par de azotes al sueño mientras vociferaba algunas palabras en dialecto Inuktitut. Los perros dejaron el alboroto y dirigieron la vista hacia su amo con expectativa.

Nanook, como le había llamado su padre en honor al oso polar, caminó tranquilamente hasta el centro de la jauría. De su bolso tomó dieciséis tiras de carne seca, las cuales repartió de a dos entre los ocho huskies mezclados con lobo que tirarían de su trineo en esta jornada.

Era una mala temporada. Hacía casi un mes que no encontraba ninguna presa grande y los últimos vestigios de lo que había almacenado el invierno pasado se agotaban rápidamente. Esta madrugada había empacado los cuarenta trozos de carne restantes de su pequeña alacena y había dividido en dos las porciones de pescado, tomando la mitad para él y dejando el resto para sus hijos.

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El sol resplandeció como un enorme faro en la parte más alta del cielo, se metía como agua en colador por entre las ramas aún llenas de nieve. Mientras duraba esta escasa hora de luz solar directa, Nanook aceleró el paso de sus perros para llegar pronto a la costa donde esperaba encontrar una foca para conseguir un poco de carne y combustible extraído de su grasa, pues sus reservas se agotaban.

Vio el suelo desde unos cuantos metros de altura mientras volaba por los aires. Tras unos segundos aterrizó estrepitosamente contra el tronco de un enorme pino, perdiendo el conocimiento. Su trineo se había enredado con una gruesa raíz salida del suelo que se encontraba cubierta por la nueve. La inercia había mandado al conductor del trineo varios metros por delante de este mientras que los perros, que estaban amarrados por el cuello al pesado transporte, se habían desnucado por efecto de la tensión ejercida por las correas o se habían roto la cabeza por el impacto aleatorio contra los árboles.

El estruendoso crujir de dos enormes bloques de hielo, impactándose el uno contra el otro mientras viajaban a la deriva, lo despertó de sopetón.

Abrió los ojos de par en par pero no vio nada. Repitió el proceso una y otra vez antes de darse cuenta de que había oscurecido y estaba cubierto de nieve enrojecida por la sangre que brotaba de un corte arriba de su ceja. Trató de remover la nieve que le cubría pero al hacerlo sintió un agudo punzón cerca de su hombro derecho. Finalmente pudo incorporarse lo suficiente como para comenzar la búsqueda de su trineo, el cual encontró casi destrozado a unos pocos metros.

La sangre que brotaba de su cabeza aún caía sobre la nieve como si se tratara de un grifo mal cerrado. Logró llegar casi a gatas al sitio donde había caído el recipiente en el que guardaba la grasa de foca. Con pesadez alcanzó la antorcha que estaba a un costado de su trineo y la encendió utilizando su cuchillo, una piedra y el último poco de grasa.

La llama iluminó los cadáveres de seis perros y los cuerpos de otros dos gravemente heridos que respiraban con dificultad. Dos agudos chillidos se escucharon con unos segundos de diferencia luego de que Nanook les enterrara el cuchillo en el cuello para acabar con su sufrimiento. Sabía que tratar de llevarlos de vuelta a casa para alimentarse no era una solución pues estaba a unas seis horas de camino en trineo y cada perro pesaba unos cien kilos.

Se vendó su cabeza y ató un improvisado cabestrillo entre su brazo y su cuello. Sabía que no podía regresar con las manos vacías, por lo que decidió seguir su camino a la costa congelada, que estaba a un par de cientos de metros, para buscar una foca que era una presa más pequeña.

De momento la suerte por fin pareció sonreírle. Había encontrado uno de los huecos que las focas usan para respirar cada cierto periodo de tiempo y sabía que sólo era cuestión de minutos para que alguna se asomara. Clavó su antorcha a varios metros, lo suficiente para no advertir a la foca de su presencia pero a una distancia que le permitiera ver algo.

Se inclinó cerca al hoyo y empuñó su lanza con la mano que aún tenía suficiente fuerza como para asestar un golpe letal. Levantó la mirada al cielo implorando el favor de los dioses y luego clavó su vista en el pequeño agujero.

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La fortuna seguía de su lado cuando el cielo se despejó permitiéndole ver el vasto cielo estrellado. Inmediatamente aparecieron burbujas en el agua estática al fondo del respiradero. Se inclinó expectante y apretó la lanza con todas sus fuerzas al ver el resplandor de la nariz negra y brillante que se asomaba por sobre el agua helada. Levantó su brazo lo más alto que pudo. El golpe fue certero.

No había sido la lanza impactando en la foca la causante del estruendo. La médula se le heló. Su cuero cabelludo se elevó por los aires, mientras se separaba de la cabeza, un segundo después del zarpazo propinado por el enorme oso polar que pesaba casi tres cuartos de tonelada. Este ser también se había acercado al agujero buscando alimento y se había topado con una presa mucho más jugosa.

El cuerpo del esquimal cayó bruscamente contra el hielo enrojecido tras los eternos segundos del ataque; brutal, salvaje e instintivo. Nanook aún estaba con vida mientras yacía sobre el suelo congelado y era arrastrado de un pie por la bestia alba. Antes de cerrar los ojos, vio por última vez hacia las siete estrellas más brillantes de la Osa Mayor. Recordó que su madre le decía que esta constelación también parecía un trineo en el que andaban los dioses y se dejó llevar.

Ya me pasé la noche fumando

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Su silueta se desdibuja, a veces errática, a veces curveada y suave: se difumina en el aire como acuarela en el lienzo y, siguiendo el camino hacia su origen, se ve de golpe una luz roja e incandescente. Se sostiene, como si fuera una pequeña hornilla, en un tubo de papel, blanco, largo y suave que se consume poco a poco. Con placer va incendiando una a una las casi imperceptibles líneas impresas en el papel de liar. Desemboca en unos dedos que, si se ven al detalle, son un poco más amarillos que unos comunes, que huelen más fuerte y más ahumado que los demás.

La electricidad se fue hace unas horas. Hace frío afuera y el saco de lana se impregna de tabaco y de melancolía, de placer y ebriedad. La neblina cubre las copas de los árboles y, al alzar la mirada, el humo se mezcla con esta en una suerte de danza. Bebo otro trago del pico de la botella y vuelvo a juntar mis labios con los del cigarrillo, miro hacia adentro de la casa y veo las siluetas de la gente riendo y jugueteando a la luz de las velas. Separo la mano y mientras exhalo el humo, se esboza en mi boca una pequeña sonrisa. No puedo retratar a ustedes, sin sonrojarme, un mejor recuerdo de este vicio que me acompaña hace ocho años. “Es casi una década”, pienso preocupado al ver en retrospectiva.

Ya Me Pasé la Noche Fumando, Have a Cigar, Cigarettes and Alcohol. Incluso Willie Colón, Héctor Lavoe, Pink Floyd y Oasis me recuerdan esa sensación indescriptible e incomprendida de raspar la piedra del encendedor que incendia el gas para provocar la llama que me prende un nuevo cigarrillo. Solo quien fume bastante puede concordar conmigo en este pequeño y culpable placer.

Y es que no es fácil fumar. No es bueno para la salud, no es bueno para los dientes o el aliento. No es bueno para el olor de la ropa, creo que ni para la reputación. No es bueno para hablarle de cerca a una mujer (excepto en esos buenos y alegres momentos en los que ella también fuma). Siempre hay que tener chicle a la mano, dejar “oreando” la ropa como dicen las mamás. Siempre hay que cambiar de mano para no molestar al de al lado. “Te ves inmaduro”, “fumar no te hace grande”, “No te hace ver malo”.

Desde que conozco la canción he concordado con esa política que predicaban Héctor Lavoe y Richie Ray cuando cantaban al son del piano y la trompeta “todo a ti te da cáncer”. He creído, ingenuamente, que esto nunca me va a matar, que el cáncer también le da a los que no fuman. Cuando veo esos videos, en los que muestran unos pulmones negros y secos de fumador al lado de unos rosaditos y jugosos de deportista siempre pienso: “bueno, si estoy viendo esos pulmones quiere decir que el atleta también murió”. El problema es que, con el correr de los días y de las investigaciones, me voy quedando sin argumentos.

Los estudios que salen a todo momento me apabullan cada vez más. Parece que los investigadores de Harvard, Oxford, la Universidad de Massachusetts, de Florida, Arizona, Ohio, Texas, Colorado y de cuanto claustro educativo del primer mundo pueda haber, insisten en desprestigiar al mejor vicio que tengo, el único que puedo practicar en frente de todos a plena luz del día sin sentirme tan mal o terminar en la estación de Policía.

No puedo decir que sea un vicio bueno, al fin y al cabo es un vicio. No le va a hacer bien a tu salud ni a la de los que te rodean. Es adictivo, dañino y difícil de dejar. Tiene más detractores que adeptos y te va a generar rechazo social en muchos lugares, vas a oler mal y vas a tener que cepillarte los dientes con mayor frecuencia y andar con un arsenal de chicles. A simple vista no tiene nada de bueno. No obstante, no lo puedo dejar. Sería como decirle a un par de enamorados que no se dieran besos o no se abrazaran, a un niño que suelte su juguete favorito. Sería como esconderle la camándula a una viejita rezandera o decirle a una mujer nerviosa que no se coma las uñas. En resumidas cuentas, todos tenemos algún mal hábito o apego, este fue el que yo escogí.

Para mí es un vicio que hace que suene mejor la música, que logra que la melancolía tenga un mejor sabor. Que acompaña a la cerveza mejor que cualquier maní, que hace ver más reluciente a una copa de vino. Es ese humo que nubla de misterio a un bar de los de antes, en los que se ponía música buena. Ese taco blanco y oloroso con el que se escucha mejor a Sabina o a Serrat. Ese que daba mística a los cantantes de tango o de boleros, que hacía ver más interesantes a los actores de cine de antes. Que en su época se asociaba con la sensualidad y hacía que Audrey Hepburn luciera mejor sus gafas y su sonrisa en Breakfast at Tifanny’s. Con el que Clint Eastwood se veía más imponente en El Bueno, el Malo y el Feo. Con el que se acompañaban las escenas románticas en los filmes de Godard. Es ese humo gris y esbelto que hace que sepa mejor la nostalgia.

La importancia de ser una esfera

A veces roza el césped enmarañado del potrero y en ocasiones se desvía un poco errático sobre la arena de la playa. De vez en cuando se tranca en los charcos y lodazales creados bajo la lluvia. A menudo, rebota en los andenes y sardineles de la calle cerrada de un barrio popular y atraviesa la cancha de tierra de un pueblo mientras levanta el polvo del suelo. Por momentos se desliza con suavidad por la grama perfectamente cortada del enorme estadio.

Cuando esta esfera se desplaza, surca parábolas perfectas en el aire, traza líneas rectas y curveadas cuando arranca desde el suelo y termina en toda la esquina de la escuadra. Dibuja triángulos isósceles, equiláteros y escalenos cuando repercute en las aristas llenas de barro y pasto que están forradas en tela y espinilleras. Produce ángulos agudos, rectos, obtusos y cóncavos cuando impacta, con toda potencia, en las líneas paralelas de metal que están a cada lado del rectángulo delineado con tiza y alquitrán.

Veintidós hombres lo persiguen como si fuera el fugitivo más buscado. Otros tres no lo pierden de vista pues, a pesar del caos que la cacería supone, esta tiene reglas. Miles de ojos siguen su movimiento, apenas a unos metros alrededor de ese cuadrado de césped que configura su hábitat más natural. Millones de observadores están pendientes de su devenir a través de las pantallas, millares de oídos siguen atentos las frenéticas transmisiones radiales que relatan su vaivén.

Se deforma con los violentos golpes ejercidos con la punta del empeine descalzo, es pisado por la suela del tenis desgastado, choca en el costado del guayo fosforescente o descansa apacible, por un breve instante, sobre el pecho del diez que lo controla en el mediocampo. Gira con gracia en el aire, después de una caricia del chanfle y por sobre la barrera de defensas, que lo observan atónitos, tras un cobro directo. Es atenazado como un tesoro por los guantes de cuero del arquero que lo espera con ansias del otro lado.

Provoca taquicardias y conatos de infarto cuando impacta contra el larguero o el travesaño, detiene las pulsaciones cuando camina, como si se tratara de un equilibrista, por encima de la tiza que divide el interior de la arquería del resto del mundo. No hace daño a nadie pero provoca insultos y maldiciones lanzados al aire. Es el amigo más querido cuando termina, como un pez atrapado, al final de la malla tejida alrededor del arco del equipo contrario.

Quienes lo transportan, durante intervalos de noventa minutos, son llamados, a menudo, artistas, genios o magos. Quienes lo maltratan y dañan su armonía son catalogados de canallas, bestias, bárbaros o sádicos. Y es que tratar este pequeño objeto, que tiene un diámetro de entre sesenta y ocho y setenta centímetros, se convierte en todo un arte. Un arte con críticos especializados, artistas destacados, movimientos y estilos. Con historia, estadísticas y momentos cumbres. Que despierta pasiones, nostalgia y euforia. Dicen que crea un mundo propio y que atrapa a muchos, que está inmerso a su vez en un mundo más grande y muy similar: también con forma de pelota.

Un Vuelo sin retorno. Primera Parte

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Sus ojos verdes, matizados con un poco de amarillo y café, se reflejaron en los ojos verdes, abiertos de par en par, del gato que la observaba impávido al otro lado del cristal. Bajo los pies del gato estaba un televisor sobre una mesa contigua a la pared. Bajo los pies de ella estaban doce pisos de vacío. Valentina sostenía con fuerza, con ambas manos, una sábana atada a otra y a otra, que funcionaba como una improvisada cuerda de rápel atada a su cintura y servía como línea vital entre su cuerpo y la pata de su cama, ubicada a un lado de su cuarto en el apartamento 1605 del edificio Corkidi, en pleno centro histórico de Bogotá.

El viento helado que bajaba de los cerros orientales surcaba como un rastrillo los edificios y las casas del barrio La Candelaria. En esa noche, fría como siempre, con viento como tantas, con pequeñas gotas de lluvia como de costumbre, la muerte se escondía expectante y espectral; entre el rocío, entre los ladrillos de la fachada de 21 pisos del Corkidi, entre los nudos que unían las cinco sábanas que Valentina había amarrado para escaparse ese viernes 14 de julio del año 2006.

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“Acá te espero, ojalá puedas venir”, se leía en la pantalla de su celular resquebrajado de color rosa que temblaba entre las manos de María del Rosario, madre de esta niña bonita de pelo largo negro, esbelta mas de caderas anchas, de nariz respingada y dentadura perfecta, una niña que parecía una mujer y que en dos meses cumpliría apenas 14 años, edad que nadie intuía al verla, edad que sólo se corroboraba al leer la fecha de nacimiento impresa en su documento de identidad. “Allá nos vemos, voy a tratar de volarme”, decía el mensaje de vuelta.

Valentina no era lo que muchos esperarían de una niña de su edad, pero al mismo tiempo una típica preadolescente: “Era rebelde como todas las niñas de su edad, muy madura para unas cosas pero también inmadura para otras”, cuenta su madre. Valentina leía mucho, le encantaba. Le gustaban las matemáticas y el inglés. Le gustaba salir, estar con sus amigas, pasar toda la tarde con su novio. También perdía materias, peleaba con su hermano, le sacaba canas verdes a su mamá, a veces la preocupaba hasta la desesperación. Era una niña como muchas pero también era una niña como ninguna.

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“Hasta mañana Tiago, que descanses”, dijo a su hermano antes de encerrarse en su cuarto la noche de ese día que había recibido las notas del colegio con no muy buenos resultados. “Chao Tina, que duermas”, respondió Santiago mientras le daba un corto abrazo con su brazo derecho y un beso en la cabeza. La puerta se cerró haciendo retumbar las paredes de drywall que cercaban su habitación, que no venían originalmente con el apartamento y que resonaban estruendosas con el menor contacto. Entretanto su hermano se sentaba en el sofá de la sala a ver televisión.

El televisor con tres ‘rayas’ de volumen apenas se escuchaba. Las luces amarillas del alumbrado público se reflejaban en el pavimento mojado que emitía un suave sonido cuando algún taxi pasaba sobre él. La noche era tranquila, callada, sepulcral. Como a la espera de ser profanada.

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El sonido no llegó de golpe, lo hizo in crescendo. Primero movió las orejas hacia el lado derecho como si se tratara de un par de antenas de telecomunicaciones buscando señal, luego se movieron sus bigotes. De golpe abrió sus ojos verde esmeralda. Entre tanto, sus patas peludas se impulsaron con rapidez hacia la parte superior del enorme televisor cuadrado situado junto a la ventana. Extrañado, Santiago se acercó hacia el cristal con un nudo en la garganta, con las manos sudorosas mientras escuchaba un sonido como de contrabajo desgarrado que le heló la sangre.

Cada paso del corto recorrido del sofá al tragaluz era más largo que el anterior. Intentaba alzar su vista para ver qué ocurría, al mismo tiempo que trataba de nublar sus ojos temeroso de lo que encontraría al traspasar con su mirada el vidrio ligeramente empañado. Veía sin mirar. Escuchaba cada vez más cerca y cada vez más duro ese sonido de fricción metálico que su memoria grabó en lo más profundo de su ser. A pesar de que no tenía la más mínima idea de lo que sucedía, tenía enterrado en su mente como un puñal que no era algo bueno.

Un vuelo sin retorno. Segunda Parte

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Asomó los ojos por sobre la cornisa, no vio nada. El ruido que taladraba su cabeza seguía sonando hasta que este se detuvo de manera abrupta y seca. Santiago abrió la ventana precipitado, haciendo a un lado de un codazo al gato que miraba hacia el abismo con las pupilas dilatadas. El tiempo pareció detenerse por un segundo cuando vio en el aire a su hermana. Todo se tiñó de un tono onírico, no parecía estar pasando. Lo inverosímil de la situación daba para que la joven desplegara un par de alas y regresara suavemente a su cuarto poniendo fin a esta pesadilla.

No era un sueño. Era nada más que la cruda realidad. A la vida de Valentina no le quedaban más que unos pocos segundos, esta se escapaba de su cuerpo como los últimos granos de un reloj de arena. Durante la caída, los ojos de ambos hermanos nunca se encontraron, los de Santiago estaban desorbitados, nublados como por una catarata más alta que el Salto del Ángel, más ancha que la de Iguazú. No alcanzó a divisar más que una silueta. Silueta que sin duda sabía de quién era pues por los últimos 13 años la había visto deambular día tras día en su misma casa, siempre hacia su cuarto desordenado y colorido. Silueta que veía desvanecerse mientras se adentraba, metro a metro, en la oscuridad del precipicio.

El trance se rompió con un golpe. Seco, duro y desgarrador. El choque contra el piso de la terraza ubicada en el cuarto piso carcomió los tímpanos de Santiago. Se sintió como si un latigazo le hubiera partido por la mitad los pequeños huesos del oído medio. Fue como un sacudón, no siguió más tiempo en la narcosis del shock. Al adormilamiento de no entender lo que pasaba lo reemplazó el terror helado, el nerviosismo y la zozobra.

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Inmediatamente corrió despavorido hacia la puerta de su casa, la abrió de par en par y se acercó al apartamento de al lado donde se encontraba su madre y Elkin, quien era el compañero sentimental de ésta desde hacía más de una década. Santiago pronunció a gritos las palabras que nunca se borrarían de la mente de su madre: “¡Mamá, mamá!, ¡Valentina se cayó por la ventana!”. María del Rosario salió, junto con Elkin, del apartamento que también era de su propiedad, encontrándose con el aterrorizado joven de 16 años que narraba lo que toda madre teme escuchar algún día.

Los tres se dirigieron hacia el cuarto de Valentina; con fuerza, Santiago y Elkin derribaron la puerta con la esperanza de que todo fuera un error, un malentendido, una macabra alucinación. No se cumplió tal expectativa. El panorama era aterrador, la ventana estaba abierta del todo, los papeles los agitaba el viento, la sábana amarrada a la pata de la cama salía por encima de la cornisa y se movía inerte a merced del gélido vendaval. El viento caló los huesos, el trance se volvió a apoderar de Santiago, de Elkin, de su mamá.

“Mírala, está ahí abajo, al lado de esa fuente”, señaló Santiago desesperado. María del Rosario fue invadida por la misma ceguera que había nublado a su hijo mayor unos pocos minutos antes. No vio nada. No vio a Valentina que yacía ya inmóvil en el suelo. La vida de una niña, de una hija, de una hermana, de una amiga se escapaba en los fríos brazos de la muerte en aquella noche de llovizna.

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Con mayor intensidad que la lluvia que caía, las lágrimas brotaron caudalosas por las mejillas de Luis Carlos, padre de Valentina. Había venido en su bicicleta desde su casa en el barrio La Soledad, atendiendo la llamada de Santiago, quien le había dicho que viniera pronto pues algo grave había pasado. Apenas llegó se encontró de golpe con su hijo, quien lo abrazó de inmediato para darle la noticia. Aquel hombre de 49 años, de cabello canoso, que hace 13 había visto nacer a su hija y que hoy la perdía, entraba en cólera y desesperación.

Un vuelo sin retorno. Tercera Parte

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Caminó de un lado a otro de la calle 12 con los ojos clavados en la ventana del apartamento donde vivían su ex esposa y sus hijos. Sólo apartaba la vista para limpiarse las lágrimas que le impedían seguir mirando la tétrica escena en busca de una explicación. Gritaba, preguntaba, maldecía, daba puños al aire, golpeaba el piso con fuerza. Entretanto, Santiago intentaba detenerlo, buscaba una manera de contener esa ira, esa impotencia, ese dolor indescriptible que se apoderaba de su progenitor.

Nada colaboraba para darle un rápido trámite a la estremecedora situación. Valentina había caído en una terraza perteneciente a unas oficinas que ocupaban todo el piso cuarto y por la hora y el día se encontraba cerrado, por lo cual los bomberos, que habían sido llamados por la administradora al enterarse de lo sucedido, debieron subir desde el tercer piso con unas escaleras para poder llegar al cuerpo sin vida de la joven a fin de hacer el levantamiento, para el cual se hizo presente además el CTI de la Fiscalía.

Puede que sea la rutina, la costumbre de ver situaciones similares día tras día, que lo que antes los conmovía profundamente se haya convertido en nada más que un trámite, una diligencia más, pero parece que los agentes que acudieron en julio de 2006 a entrevistar a una aquejada y dolida madre carecían del mínimo tacto para atender un caso como este: “Zapato izquierdo a ocho metros del cadáver. Fractura en la parte posterior del cráneo”, telegrafió en voz alta uno de los oficiales en plena sala de la casa de la recién fallecida, en frente de su madre, su hermano, su padre y el compañero sentimental de su madre.

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-¿Piensa usted que fue suicidio?- “¡No!” Contestaba segura su mamá. -¿Drogas?-, “No”. -¿Problemas con la familia, con el novio, en el colegio?- “No y no”, continuaba respondiendo con seguridad y atravesando con dolor este terrible interrogatorio carente de la mínima consideración. Después de un par de horas de preguntas insidiosas, Elkin y Santiago, su Padre, la nueva esposa de éste y su suegra conciliaron el sueño agotados y agobiados. María del Rosario no lo logró, sólo esperaba que fueran las siete de la mañana para llamar a Medellín a avisar a su familia de la trágica pérdida. No aguantó y a las seis y media de la mañana llamó a su hermana, momentos antes de salir a medicina legal por los despojos mortales de su pequeña. Ambas hermanas rompieron en llanto con la llamada.

El dictamen de la Fiscalía señaló que todo fue un desafortunado accidente. Que sucedió cuando la niña trató de escaparse a una fiesta con sus amigos, y, sabiendo que no tenía permiso por sus resultados académicos, decidió pasarse al cuarto de al lado por la ventana para evitar abrir la puerta que hiciera retumbar las paredes dedrywall, y así salir silenciosa burlando la adormilada guardia de su hermano. Intentó la osadía amarrando sábanas a su cuerpo en un extremo y a la pata de su cama en el otro, como una ingenua medida de seguridad, con tan mala suerte que resbaló y al no resistir su peso, los nudos se deshicieron haciendo que cayera impotente hacia el abismo, desatando ese mal sueño, esa pesadilla para su familia. Esa implacable realidad.

La pesadilla no llegaba a su fin. Debido al desarrollo corporal de Valentina, los médicos de Medicina Legal no creían que apenas estuviera próxima a cumplir 14 años, pensaban que tenía cerca de 18, por lo que pedían a su acongojada madre entregar el certificado de nacimiento para poder hacer entrega del cuerpo para la realización de las exequias. Afortunadamente, un compañero de trabajo de María del Rosario movió sus influencias con el sindicato de la institución y permitió que este calvario burocrático llegara a su fin. No obstante, el arduo y tortuoso camino que esta familia debía recorrer, apenas comenzaba. Tan sólo unas horas atrás ninguno de sus miembros hubiera imaginado lo que este nuevo día traería consigo. Más adelante vendrían sacerdotes, lágrimas, sentidos pésames, psicólogos, pastillas para dormir, terapias, retiros espirituales, angustia, dolor…

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En este nuevo día ya no estaba a su lado esa niña linda y querida, de sonrisa alegre y dientes grandes, de ojos claros y penetrantes. De pensamiento acucioso y profundo. De mente brillante y escudriñadora, que leía porque le gustaba, que decía las cosas porque así las sentía, aunque a veces prefiriera escribirlas. Que dormía todo el día y vivía siempre encerrada en su cuarto. Que peleaba con su hermano, que discutía con su mamá, que adoraba a su gata y que veía la vida de una forma que nadie más la veía. Que a veces era niña y a veces era mujer. Que dejó con su partida una huella imborrable en quienes la conocieron, quienes aún la recuerdan y desean que nunca se hubiera ido. Valentina Muñoz Calvo aún está en la mente de su hermano, de su madre y de su padre, de sus familiares y amigos, todos los días, todas las noches, todas las mañanas.

El centro es un inframundo de neón. Primera Parte

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Cualquier barrio o sector de cualquier ciudad tiene sus peculiaridades y elementos que lo hacen único y diferente a los demás. El centro de Medellín no es la excepción. Es especialmente único cuando se le transita en horas de la noche, es en este momento que el comercio formal cierra sus puertas, cuando los ejecutivos y trabajadores vuelven a sus hogares, cuando las apariencias que se guardan a plena luz del día se quitan sus ataduras. Todo es distinto cuando la luz única del astro rey se cambia por la de un millar de pequeñas luces de neón, de centelleos de patrulla de policía, de llamas de encendedores que consumen cigarrillos, porros, papeletas y vidas.

Son muchos los transeúntes que caminan por la parte central de la ciudad cuando el sol se ha ocultado tras la barrera de montañas que cercan el Valle de Aburrá: desde vendedores informales del mercado de las pulgas hasta ladrones de celulares. Desde jóvenes en busca de diversión hasta ejecutivos que buscan desahogarse de la larga jornada laboral. Desde habitantes de la calle que buscan sus últimas -o sus primeras- monedas para pagar la pieza o consumir droga, hasta prostitutas que inician su diario ofrecimiento de compañía y calor.

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Es evidente que un recorrido de noche por las transitadas y desgastadas aceras del centro puede hacerse desde muchos puntos de vista, el de hoy será desde el punto de vista de una persona cualquiera, que como narrador omnisciente camina sus calles, sin conocerlas, sin miedo a ellas. Camina con el único objetivo de ver, al menos por unas horas, como es la vida más allá de donde transcurre la suya, tan tranquila y tan ajena a la realidad de muchos de los seres que, casi con seguridad, atestigüe en esta caminata.

No está acostumbrado a este sector, su vida se desarrolla en lugares muy distintos a los que ve en este momento. Mientras camina, sus ojos se mueven como viendo un partido de tenis. De lado a lado escudriña cada esquina, mira con disimulo a las personas que pasan muy cerca de él; no quiere meterse en problemas. Está convencido que allí, en esas escaleras de la estación Prado, empujar o mirar mal a alguien no tendría un desenlace como el que tendría la misma situación en los pasillos de un centro comercial del Poblado.

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Un hombre andrajoso se le acerca y le ofrece unas películas piratas que están guardadas en empaques de plástico desgastados. Al recibir una negativa el hombre le ofrece un bolígrafo viejo y sin tapa. Su inesperado interlocutor le dice que le faltan $500 para pagar la pieza, en lo que él se pregunta si será la típica frase de cajón de los que piden o en realidad le faltarán los $500 para dormir bajo un techo en aquella noche calurosa. No hay más tiempo para divagar y el hombre se marcha, casi que a regañadientes, mientras se tambalea en un extraño caminar. La noche, sofocante y pegajosa, apenas empieza.

El penetrante hedor de la orina vieja mezclada con la nueva se percibe al entrar a un improvisado mercado de las pulgas situado bajo las vías del metro por la carrera 50. En una suerte de surrealismo los árboles aún tienen decorado navideño a pesar de que corre el mes de marzo, en el piso se ven puestos de ventas en las que una sola persona ofrece más de 80 pares de jeans y 50 pares de zapatos. No solo hay ropa, hay de todo: Películas piratas, stickers holográficos de tigres de bengala, muñecos de Mortal Combat, celulares viejos, máquinas de coser, camisas, mp3, cadenas y collares.

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Dos travestis cruzan la avenida Maracaibo como si se tratara de una pasarela de Milán o de París, lo hacen mientras cada uno sostiene una cerveza Redd’s en una mano y un cigarrillo en la otra. Equilibrados en tacones de al menos quince centímetros, pasan por el frente de una venta de verduras ambulante que se encuentra estacionada junto a una sala triple X, a la que ingresan con elegancia. Todo lo que observa parece sacado de una película de Buñuel, donde cada escena da la sensación de carecer del menor sentido. Mira el reloj que señala las 8:45 de la noche. Otro paso más reanuda su recorrido.

El centro es un inframundo de neón. Segunda Parte

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No solo la luz brillante incomoda la vista, también lo hace la oscuridad pesada que se ve en la entrada de la Heladería Ritz, sus luces rojas y opacas son incómodas para la mirada; se debe hacer un gran esfuerzo para distinguir las siluetas que caminan en su interior que se difuminan entre el humo de cigarrillo y las luces intermitentes. Sus ojos voltean sobre saltados después de escuchar un estruendo con el que no asocia nada en el instante; el aceite hirviendo rebota y chispea mientras las papas criollas caen y se retuercen en el líquido rebosante y fogoso. Varios transeúntes se acercan al puesto de “chunchurria” y los pedidos comienzan. Aquel bullicio lo saca de transe, es como si un sacudón lo empujara fuera del letargo de observar la melancolía de quienes departen en el oscuro ambiente de la heladería.

Todo parece la puesta en escena del algún artista postmoderno; de la nada sale un joven de piel negra y cresta amarilla, en cada una de sus manos sostiene una correa que desemboca en dos enormes perros blancos peludos y que parecen recién bañados. Cruza la calle y una vez se pierde de vista entre la gente, aparece, en medio de este teatro improvisado, un joven con pinta de extranjero que camina a toda marcha volteando su cabeza de forma frecuente como si algo le persiguiera. El gringo se atraviesa Junín y sigue su frenético recorrido a lo que un Mazda allegro “engallado” pasa con su música a todo volumen y, como si se tratara de la transacción más habitual, su conductor compra, sin bajarse del auto o por lo menos detenerlo, lo último que queda de un “bareto” que fuman dos hombres por la calle. La cara de Jorge Eliecer Gaitán impresa en el billete que completa la transacción parece estupefacta ante esta escena tan atípica y a la vez tan cotidiana.

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Una gota de sudor recorre su espalda debido al calor y la humedad, decide quitarse su saco y continuar. Se da cuenta que la oscuridad, lo sombrío, la decadencia y lo surreal no son los comunes denominadores del centro de Medellín, también lo son la algarabía, la amistad, la conquista y la camaradería. En pleno Maracaibo pasando la oriental el bar “Amor y amistad” recibe a los peatones con música alegre y romántica de los años 60’s y 70’s. Decenas de personas corean la canción “Tu cariño se me va” del cantante chileno Buddy Richards y mientras el sonido se hace cada vez más débil con el seguir sus pasos que lo alejan, divisa el Parque del Periodista, donde más de un centenar de jóvenes, metaleros y rockeros comparten una cerveza o un trago de vino en los andenes y muros que sirven como bancas improvisadas de este bar al aire libre. Dos hombres calvos, de manga sisa y jeans apretados pasan por su lado mientras se sostienen el uno al otro susurrándose al oído. Parecen embriagados, pero no es una embriaguez causada solo por el alcohol, tal vez también estén ebrios de romance, amor o simple fraternidad.

Al llegar al Parque Bolívar lo recibe una algarabía. No es el bullicio de una pelea o de un arresto en flagrancia, es la emoción que solo puede producir el deporte rey: el fútbol. Ese deporte que se juega en una cancha de césped, en la mitad de un estadio para 80.000 espectadores y que se juega con un balón profesional, pero que también se juega entre las calles Perú, Ecuador, Caracas y Bolivia junto a la Iglesia Metropolitana del centro de la capital antioqueña. Que se juega con un balón viejo y sobre cemento y adoquín. Que se juega por diversión sin más límites para la salida de la bola que los que ofrecen las bancas del parque. Que sirve de distracción a la dura vida a estos niños entre 6 y 16 años aproximadamente que comienzan esta noche pateando la esférica en su improvisado terreno de juego, pero que casi de forma segura culminarán la velada ejerciendo la prostitución infantil o consumiendo drogas.

El Centro es un inframundo de neón. Tercera Parte

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El panorama se vuelve sombrío de nuevo. Regresa la melancolía que esta vez se transforma en aguardiente, ese que bebe un hombre solo sentado junto a un altar del Sagrado Corazón de Jesús. La melancolía que acompaña al personaje que fuma, toma un trago de Pilsen, revisa los números de un billete de lotería y vuelve a tomar otro trago, y que luego mira las pajareras del parque tal vez con la añoranza de salir de allí de la manera que un ave lo haría. Es el inicio del viaje hacía un inframundo llamado Barbacoas. El descenso comienza con una foto gigante del Papa Juan Pablo II que vigila desde arriba a la discoteca La Bolivia.

Todo se vuelve miseria ante sus ojos. Le reciben burlas y gritos de los travestis parados afuera de la discoteca La Raza, que le intimidan así no sean contra él. Los habitantes de la calle lo observan con ojos brillantes y atentos. Siente un centenar de miradas clavadas sobre su espalda y sobre su rostro, el nerviosismo trata de brotar de su interior pero es contenido. A lo lejos, en la mitad de la calle, mira un automóvil negro, nuevo y brillante, que se contradice con su entorno de indigencia, prostitución y decadencia. Parece como si este carro fuera una especie de embarcación del único balsero que puede cruzar sin sudar frío este río Estigia moderno. Un río de 120 metros que se sienten como un kilómetro. Un kilómetro que culmina con un fuerte olor a pescado emitido por las tiendas y puestos ambulantes de la calle Tejelo.

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Este inframundo no ha terminado, y, como en la Divina Comedia se pasa de un círculo al siguiente. Llega a la calle de la prostitución, donde lo recibe un letrero brillante de rojo intenso en el que se lee “Taberna Skarlaty”. Es un anuncio de neón esplendoroso, al igual que el de los buses que pasan por la calle. Todo resplandece por las luces de los bares y de patrulla de policía que se reflejan en la botella inclinada de un hombre que baja por su garganta el último trago de cerveza, y que lo hace mientras llora al son de una canción de despecho. La luz se clava en los ojos, pero es una iluminación que no llega muy lejos de su foco, a pesar del brillo todo tiene un ambiente sombrío, como de un infierno oscuro que por momentos destella por las llamas y brasas que lo rodean.

Con un refrescante aroma a sahumerio termina el dantesco paso por la calle de las prostitutas, pareciera ser que las hierbas utilizadas en prácticas de sanación ancestrales de este local exorcizaran los demonios de los que abandonan esta vía. Unas cuadras más adelante la vista se ilumina una vez más. Por primera vez en la noche no es una iluminación roja y opaca, esta vez es blanca e inmaculada; la Iglesia de la Veracruz resplandece a su paso y actúa como un oasis en el que se refugian los agobiados transeúntes del sector.

Sentado, con los ojos clavados en un punto fijo de la pared que se atraviesa entre sí mismo y las alucinaciones de su mente, un joven aspira de forma frenética una bolsa negra que con seguridad contiene algún tipo de pegante. Termina de esta forma el pequeño respiro de la Iglesia y el sahumerio. La bolsa negra se infla y se desinfla con cada segundo que transcurre y, a pocos metros del joven que sopla y aspira, yace un hombre que duerme a su lado sobre el suelo y lo hace al a intemperie, sin almohada ni cobija. Ambos personajes podrían ser hermanos, amigos o completos desconocidos; puede que nunca hayan hablado o que ya no se recuerden entre sí. Dos piedras minúsculas se raspan una a la otra generando la chispa que enciende el gas que brota del interior del encendedor. El fuego prende otro cigarrillo y la noche continúa, igual de calurosa, igual de sofocante.

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Una sonrisa se esboza en su rostro al ver aquel simpático borracho que baila al son de una música que parece ser escuchada solo por esos oídos desequilibrados. Se tambalea, baila por unos segundos y se vuelve a tambalear. En un momento se queda inmóvil y parece ser, por un instante, una más de las estatuas que rodean el parque San Antonio. Dos muchachos le ofrecen marihuana y “ruedas” gritando a los cuatro vientos por las escaleras del Parque. Se niega y sigue su camino. Camino que termina unas pocas cuadras después, sin olor a orina ni decadencia, sin mendicidad ni prostitución, sin ebrios ni drogados.

Las altas y resplandecientes lámparas del Parque de las Luces situado al frente de la Alpujarra le reciben mientras iluminan un sector cada vez más limpio y ordenado. Donde el Gobierno sí llega, con sus imponentes edificios y esculturas brillantes que parecen salir de un mundo completamente opuesto al que se encuentra a tan solo unos pocos metros. Donde las estrellas se confunden con las luces de neón, con las luces de patrulla, con las llamas de encendedor. Son las luces de un inframundo que está más cerca de lo que aparenta.