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En resumen… me voy a morir. Primera Parte

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Unos enormes zapatos Nike número 43 traídos de Estados Unidos clavaban la punta de su suela sobre una empinada pendiente del barrio San Germán en la comuna de Robledo del noroccidente de Medellín. Puede que hiciera un sol resplandeciente, como el que calienta las cabezas de los habitantes de la capital antioqueña en una mañana promedio. El inmenso cuerpo de 1.98 metros de altura de David Uribe parecía reaccionar mal a la elevada inclinación de la calle de un barrio construido en una de las colinas de una ciudad erigida sobre un valle. Pocos instantes después, el andar de los Nike se interrumpiría cerca del borde de la acera. No solo se detenía una caminata. Se detenía una vida entera.

El corazón de David no era como el de todos. No es que no fuera amable, cordial o sensible. No se trata de una metáfora, realmente era diferente. El órgano encargado de hacer circular la sangre por su cuerpo, que de por sí era de tamaño poco común para estas latitudes, no tenía la resistencia ni la capacidad de reacción normal que tiene el de la mayoría de la gente. Aquella mañana despejada del 23 de diciembre de 1997, como si se tratase del fin de un juego de ajedrez, su diástole y sístole harían sus últimos dos movimientos. Fue el jaque mate ejecutado por el implacable destino que había asignado a los genes de David y de su familia un mote igualmente despiadado e ineludible, conocido en la actualidad entre los cardiólogos como Miocardiopatía Hipertrófica Familiar, seudónimo que en ese momento se desconocía.

Todas las muertes son dolorosas. Al menos lo son para alguien. Esta no fue la excepción en el caso de Jaime Uribe, padre de David, quien rescata dentro de su tragedia personal y familiar que la muerte de su hijo ayudó a revelar un problema que afectaba a gran parte de su ascendencia y descendencia y que ya había cobrado la vida de varios seres queridos dentro de la familia Uribe López de Mesa. Al estar tan relacionado con las muertes inesperadas Jaime parece tener un sexto sentido para presentirlas. Varios años de fallecimientos prematuros de primos y tíos le habían dotado de una terrible intuición respecto a las malas noticias, que como bien se conoce en el argot popular, son las primeras en saberse.

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La mañana que el corazón de su hijo falló de golpe, Jaime se encontraba en su finca en el municipio de Támesis, al suroeste del departamento. El mismo sol que vio su hijo por última vez al desplomarse a poco más de cien kilómetros de distancia, cubría su cabeza mientras se encontraba en un potrero lleno de vacas. Fue entonces cuando vio que el carro de su cuñada se acercaba a la finca a una velocidad inusual para una carretera destapada y supo al instante que algo no andaba bien. Cuenta que fue como si un hielo le recorriera por dentro la espina dorsal. Las palabras: “David está grave”, fueron inmediato sinónimo de que cuando se despidieron el día anterior, antes de partir para la finca, había sido la última vez que él y su hijo menor hablarían.

Corrió tan rápido como pudo hacia su carro y aceleró a fondo para llegar a Medellín lo antes posible. Paraba en cada teléfono público que veía para tratar de desentrañar un asunto que consciente o inconscientemente ya conocía. Al llegar al Hospital Pablo Tobón Uribe, lugar donde le habían dicho que su hijo había sido trasladado, le dijeron que el cuerpo de David había llegado sin signos vitales. El infarto fue fulminante. Jaime debía dirigirse ahora a Medicina Legal, organismo encargado de recibir las muertes que se dan fuera de los hospitales. Es decir, en las calles, lugar donde cuesta creer que alguien fallece forma natural y donde los levantamientos de cadáveres son analogías de muertes violentas. Fue allí, a Medicina Legal, donde también llegaron el hermano de David, llamado Camilo y la madre de ambos.

“Lo siento joven, solo puede entrar una persona” advirtió Ferney, vigilante de la entrada a la morgue donde Camilo intentaba, a toda costa, ingresar para no dejar a su madre enfrentarse sola y cara a cara ante el cuerpo tieso e impávido de David, tal y como se relata en el cuaderno de notas que llevaba Camilo en ese entonces. En una situación insólita en un país escandinavo o muy desarrollado, pero tan tristemente común en un país como este, el cuerpo de casi dos metros de David iba a ser llevado al anfiteatro municipal para realizar una necropsia por tratarse de una muerte en la calle, bajo la sospecha de haber sucedido de manera violenta. “Lo sentimos señora, ese es el procedimiento”. Procedimiento que gracias a la intervención de Jaime no se llevó a cabo.

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Sin duda alguna, la muerte de David marcó por siempre a la familia Uribe. Nadie se explicaba cómo una persona que acababa de ingresar a la segunda década de su existencia podía apagarse así no más. Como si la vida moviera un interruptor que suspendiera o reanudara su ciclo normal, lo que en pocas palabras podía resumir el accionar de la enfermedad que aquejaba a esta familia antioqueña. Fue entonces cuando Camilo decidió ahondar en el meollo del asunto. Lo hacía no solo en búsqueda de resolver interrogantes respecto a la muerte de su hermano: de saber la causa de la muerte de David, dependía también su propia vida.

En la familia Uribe existía un vasto historial de muertes súbitas causadas por infartos. Sus miembros manifestaban desde tempranas edades cercanas a la adolescencia, molestias cardiacas, fatigas infundadas y malestar al hacer ejercicio. Varios primos, tíos y ahora hermanos habían sucumbido ante esfuerzos físicos, la mayoría de veces, casi mínimos. Desentrañar este misterio fue labor del acucioso médico cardiólogo antioqueño Mauricio Duque, quien trataba a David y a Camilo, quienes a su vez, al igual que sus familiares, habían manifestado síntomas de Miocardiopatía Hipertrófica, temible enfermedad de la que a penas se conoció su siniestro accionar al elaborarse un estudio genético del grupo familiar, que arrojó como resultado que dicho padecimiento había cobrado poco más de una docena de víctimas solamente en los Uribe López de Mesa.

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Estos descubrimientos se dieron gracias a la investigación del doctor Duque que consistió en realizar a la familia Uribe un sinnúmero de pruebas médicas, electrocardiogramas, ecocardiogramas, cateterismos e inclusive un infarto provocado con el fin de entender el funcionamiento del corazón bajo la Miocardiopatía Hipertrófica. Además, a su importante gestión con colegas suyos con los que conversaba en simposios internacionales y congresos de medicina. Es el caso del doctor William McKenna, reconocido cardiólogo del University College London Hospital, ubicado en el Reino Unido y que patrocinó los caros estudios genéticos que hubieran costado a un particular hoy en día la astronómica cifra de veinte millones de pesos por persona estudiada.

Es una enfermedad costosa de descubrir y costosa de tratar, que exige grandes sacrificios. Llega a ser tan complicado tratar este padecimiento que Jaime Uribe se atreve a aseverar que lo que mató a su hijo menor fue la tristeza y no el corazón. “Ese hombre estaba muy aburrido con la vida. ¿Vida?, qué vida puede ser tener que tomar esas drogas para el corazón que lo entorpecen, lo vuelven somnoliento y merman la potencia sexual. No, uno a esa edad no puede decir que eso sea vida. David se murió de la hijueputa tristeza”, le dijo Jaime a su otro hijo, Camilo, poco después de la muerte de su hermano. Camilo, entre tanto, empezaba a vaticinar su propio deceso.

En resumen… me voy a morir. Segunda Parte

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“En resumen, me voy a morir.”, dijo una noche ante un pequeño grupo de amigos que lo miraron estupefactos. Él sabía que en algún momento su enfermedad le pasaría una cuenta de cobro. En especial porque él no solo sufría problemas cardiacos. Sufría de los bronquios por lo cual había tenido que trasladarse de su casa-finca en Guarne, donde vivía con su mamá y su hermano, a la casa de su padre en Medellín. Camilo era muy activo, estudiaba Comunicación Social en la Universidad de Antioquia y se destacaba por sus producciones audiovisuales y cortometrajes. Fumaba como loco, así como él mismo decía. Además de tener su preocupante enfermedad familiar, sufría gravemente de los riñones, tanto que cuando tenía 23 años le diagnosticaron Amiloidosis (que genera insuficiencia renal, infecciones y afección cardiológica por arritmias, miocardiopatía e insuficiencia cardiaca). Dado este pronóstico, su médica, la doctora Ingelena Arroyave, nefróloga del hospital San Vicente de Paúl le dijo que le quedaban tan solo 2 años de vida, cuando mucho.

Con este oscuro panorama, Camilo hizo todo lo posible para viajar a Londres a visitar al reconocido cardiólogo William McKenna que le había sido recomendado por su médico Mauricio Duque, para que buscara una solución a su padecimiento. Su padre reunió todos sus ahorros y ese mismo día lo envió a Bogotá con un tiquete comprado hacia la capital del Reino Unido. Pasar el charco, no era “soplar y hacer botellas”. Primero tenía que pedir la visa en la embajada británica que fue rechazada de inmediato dada la insolvencia económica de su padre en ese momento. Literalmente tuvo que llorar para ablandar el corazón de los serios e implacables funcionarios de la embajada y así lograr el viaje.

El doctor McKenna lo examinó y descartó un problema renal mediante la realización de una biopsia y lo envió de nuevo a Colombia a seguir con su tratamiento cardiaco. Además recomendó a todos los familiares afectados por la Miocardiopatía instalarse un cardiodesfibrilador, una especie de maquinita implantada cerca del corazón que envía un impulso eléctrico en caso de una falla en el funcionamiento del mismo. Sin embargo no todo saldría según lo planeado…

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Tiempo después, Camilo visitó a su novia que estudiaba en Cuba y fue acompañado de su madre. Un día mientras se encontraba en La Habana su corazón presentó una falla grave que le ocasionó una trombosis que lo dejó sin la capacidad del habla y le paralizó el lado derecho de su cuerpo. La situación obligó a que fuera internado en un hospital cardiovascular en la isla, con lo que su padre no estuvo de acuerdo pues temía que las precarias condiciones de la Cuba comunista pusieran en riesgo la vida de su hijo. Buscó de todas las maneras posibles conseguir el dinero para trasladarlo de vuelta al país hasta que su jefe en el banco donde trabajaba, el BIC, se enteró de la situación y autorizó que el seguro que ampara las tarjetas de crédito de Jaime asumiera los costos del regreso a casa de Camilo.

Fue un itinerario lleno de peripecias, entre las que se incluye que el avión ambulancia de fabricación norteamericana que lo trasladaría a Medellín, se encontraba en México y al reabastecerse de combustible en Cuba, que tenía tanques de gasolina soviéticos, debió ser adaptado para poder recibir combustible mediante una boquilla de fabricación hechiza al no ser compatibles la entrada del tanque del avión y la boquilla de salida de gasolina del aeropuerto cubano. Al llegar a la capital antioqueña, Camilo fue trasladado de urgencia a la Clínica Cardiovascular donde lo estabilizaron y lo entregaron luego a su familia, que se haría cargo del difícil proceso de recuperación.

Cada día que pasaba parecía llevarlo más cerca de una rehabilitación completa del habla y de sus funciones motoras, pero no fue así. En una revisión rutinaria le descubrieron un coágulo de sangre, secuela de la trombosis, que debía ser operado de rapidez para no poner aún más en riesgo su integridad.

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El día que entró al quirófano de la Clínica Medellín, acompañado de un equipo de médicos dirigido por el doctor Mauricio Duque, fue la última vez que sus familiares y amigos lo vieron con vida pues no resistió al riesgoso procedimiento y su existencia se apagó finalmente. Después de haber luchado de manera incesante en contra de un asesino silencioso e invisible.

Fue el fin de un luchador a quien un amigo suyo, escritor de guiones y películas, había apodado como “el chino que siempre muere”, y que luego vuelve a la vida. Era la alusión a un actor doble de riesgo de origen oriental, que actuaba en películas de acción de Hollywood y que moría en cada película que hacía, pero volvía aparecer en la siguiente producción. Esta vez no habría otra película para Camilo. Esta especie de filme de drama que fue su vida había culminado. Esta vez sin secuela. Con el sin sabor de un triste e implacable “The End”.

Una sinfonía dirigida con espátula

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La chispa de una de las hornillas percute como un pequeño redoblante. Una llama azul choca contra la parte inferior de la parrilla, calentando el metal en el que del otro lado caen al menos dos kilos de tocineta aún fría por la refrigeración. Mientras el sol se oculta a las espaldas de este puesto de metal de dos por un metro, la noche apenas comienza para los siete empleados que atienden el improvisado local que no tiene nombre, pero que muchos conocen como los perros del Parque del Poblado.

El camino hacia este reconocido sector de la ciudad está casi desolado, hay pocos carros, poca gente, poco ruido. El Clásico Paisa ha terminado menos de dos horas atrás y la mayoría de los transeúntes que aún recorre las calles viste de rojo o de verde con rayas blancas. La noche de domingo transcurre tranquila y silenciosa al igual que las muchas otras noches de domingo en la capital antioqueña. Dos cuadras hacia el sur del Parque del Poblado sobre la carrera 43 el panorama cambia de forma abrupta.

Como si se tratara de un enjambre de luciérnagas, las luces estacionarias centellean invadiendo casi la mitad de la vía. Alrededor de 25 carros y al menos 8 motos ocupan la bahía contigua al paradero de buses y a dos locales comerciales vacíos y tapizados con varios anuncios de arrendamiento. En este reducido espacio, al menos un centenar de personas se reúne junto al pequeño puesto de comidas rápidas fundado por Henry Quintana Gaviria hace más de nueve años y el cual administra desde entonces.

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Un estruendoso reggaetón suena en una grabadora de pilas ubicada junto a una de las planchas. Al mejor estilo de cualquier discoteca, los trozos de tocineta parecen saltar y retorcerse extasiados al ritmo de este sonsonete. La fila para degustar estos manjares de colesterol se asemeja a la de los muchos clubes nocturnos, a los que luego asistirá una buena cantidad de los comensales hoy presentes, una vez saciado su apetito.

El ‘voleo’, como Henry le llama, se da a toda máquina y en un orden casi que sincronizado. Luz Marina recibe la plata, Didier pica tocineta y voltea las hamburguesas, Óscar saca las salchichas del agua hirviendo, Osvaldo y Carlos juntan los ingredientes, El ‘Sobri’ lleva los pedidos a los clientes. Henry los supervisa, les colabora y mira que no les falte ningún ingrediente. Como si se tratara de una batuta, la espátula engrasada en su mano derecha guía esta orquesta cuya sinfonía consiste en armar 300 perros, 200 hamburguesas, 100 arepas y 100 chorizos en 6 horas que dura la jornada de trabajo diaria y por la que cada empleado recibe $40.000 pesos cada medianoche al terminar sus labores.

“¡Daniel Vélez!”, grita el ‘Sobri’. Lo hace con fuerza pues su voz debe superar el ruido de los carros pasando, de los buses que pitan, de la gente que habla, de la tocineta que rebota en el aceite. “¡Aquí!”, le responde Daniel, quien se encuentra sentado en una pequeña silla de plástico azul junto a la que parece ser su novia. “Un lobo y una perra pequeña, ¿cierto?”, le pregunta el ‘Sobri’ a Daniel y a su acompañante con cierta ironía mientras les entrega el pedido. Se voltea para volver a su puesto de trabajo dejando entrever una sonrisa de malicia en su rostro.

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En los pocos metros de calle que ocupa el puesto de los perros del Parque se reúnen personas de todo tipo. En esta noche de Clásico de la Montaña las camisetas verdes y rojas se mezclan en un mismo lado, comen juntos en una especie de tregua mientras, en otro lado de la ciudad, las mismas casacas se ven envueltas en disturbios y altercados. El grito de otro nombre llamando al dueño del pedido da continuidad a la noche, mientras tanto un par de niñas pequeñas corre entre la gente bajo la supervisión de su abuela, a lo que tres gringos beben cerveza Cintra sentados en un andén, sostienen la lata en una mano y el perro en la otra. Todos en comunión, cada uno por su lado.

Hermafroditas, perras y lobos se juntan en esta cuadra. No lo hacen en las aceras, lo hacen en el menú. Henry decidió llamar a las comidas con esos curiosos nombres como una forma de darle recordación a su negocio montado hace casi una década, con una simple idea: “Me gustó el lugar, quería ganar plata y pensé que podía hacerlo. Pedí un permiso en Espacio Público y eso fue todo”, cuenta mientras disfruta una gaseosa sentado en uno de los paraderos de buses que rodean su establecimiento.

“Hay veces que se me acaba el surtido y me toca correr en el carro a una distribuidora en la 33 para reabastecerme”, comenta Henry sobre las noches en que vende tanto que no basta con lo que alcanza a meter en el platón de su camioneta Luv D-Max color azul oscuro, la cual compró con lo que le da este negocio, en todo el sentido de la palabra, que en un buen día otorga más de medio millón de pesos en ganancias libres solo para él.

Al menos cada hora debe descargar de su camioneta paquetes de pan, de hamburguesas, de salchichas y de arepas, ripio de papa, bolsas de salsa, huevos de codorniz, chorizos y, sobre todo, tocineta en grandes cantidades, la cual es la base del éxito del puesto. Tiene que estar en esta labor pues en noches de mucha demanda pueden atender casi 700 clientes. La hora pico de trabajo es cerca de las 9 de la noche cuando llegan al parque del Poblado los que van a tomar, a rumbear o solo a darle un gustico de 1000 calorías a su cuerpo.

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El reloj marca las diez y ha pasado la parte más pesada de la noche. Suena en el radio de pilas una canción del grupo Niche y el escuadrón de trabajadores cubiertos con gorras blancas y tapabocas se turnan¿ para un merecido descanso, para reabastecer los tarros vacíos de salsa y llenar de nuevo las neveras ya vacías con gaseosa aún al clima, para volver a sofreír otro bloque rosado y blanco de tocineta fría.

Unos ocho uniformados llegan a la escena. No usan vestimenta militar o insignias castrenses pero todos se ven iguales, todos de camiseta blanca, grande y ancha, de jeans con pedrería y tenis deportivos, todos con un corte de pelo al ras con algunos mechones que les cuelgan por la nuca. Todos idénticos. En una suerte de coreografía sacan sus billeteras y hacen sus pedidos, dando por finalizado el receso de los que atienden el exitoso local de comidas rápidas.

Las llamas azules que estaban en bajo reciben una inyección de gas que las hace crecer de inmediato, las planchas se calientan de nuevo, el agua hirviendo recibe otro bloque de salchichas crudas. Didier vuelve a picar, Luz Marina a hacer cuentas, Henry se levanta de su silla en el paradero de buses con su espátula en mano. La sinfonía que se toca toda las noches, de lunes a lunes, de seis de la tarde a doce de la noche en esta calle de El Poblado, vuelve a comenzar.

La noche más oscura de los 49ers

Super Bowl Football

La previa era el vaticinio de un verdadero espectáculo. El resultado final no defraudaría dicho pronóstico. La cita se daba en la reconstruida ciudad del Jazz que recibía a la más importante cita del fútbol americano, menos de 7 años después del arrasador paso del huracán Katrina, el cual había dejado al Mercedes-Benz Superdome, estadio anfitrión del juego de campeonato, gravemente afectado. Era 3 de febrero de 2012 y este mismo estadio se vestía de gala por séptima vez en instancias definitivas. Se enfrentaban dos equipos invictos en el Súper Tazón, con sus entrenadores nacidos y criados bajo el mismo techo. Los hermanos Jim y John Harbaugh se saludaban con un visible gesto de cariño cuando los tableros del imponente domo aún marcaban un cero a cero que, como todos esperaban, no duraría por mucho tiempo.

Tras la impecable interpretación del himno nacional estadounidense por parte de la cantante afroamericana Alicia Keys, uniformes rojos y dorados saltaron al campo por uno de los costados. Negros, morados y blancos hicieron lo mismo por el lado opuesto. Instantes después los dueños de estos colores, 49ers de San Francisco y Ravens de Baltimore respectivamente, se encontraban frente a frente en la mitad del campo. Junto a los tres capitanes de cada equipo, se situaron tres de los siete jueces que tendrían la difícil labor de impartir justicia en la máxima cita del deporte más popular de la parte septentrional del continente americano.

La moneda giró en el aire impulsada por el referee principal mientras miles de flashes impactaban en sus dos caras. Al mismo tiempo los rostros de Collin Kaepernick y Joe Flacco, mariscales de campo titulares, cruzaban miradas tal vez con menos confianza de la que proyectaban. Con la caída de la moneda en la mano derecha de Jerome Boger, juez con ocho años de experiencia, el estadio estalló en júbilo. Cuervos y Cuarentainueves se dirigieron a su lado del terreno mientras el veterano defensivo Ray Lewis hacía el último de sus tradicionales bailes de batalla antes del inicio de cada partido, pues se retiraría de la actividad profesional una vez finalizado el encuentro.

Los guayos de diferente color del pateador novato Justin Tucker corrieron a toda velocidad para patear el ovoide con la mayor fuerza posible. Con el contacto de su pierna derecha con el balón comenzaba oficialmente el Super Bowl XLVII. Los 49ers empezaron atacando. “Pase completo”, señaló uno de los jueces de línea. Parecía que todo empezaba bien para los de San Francisco. Parecía, pues menos de un segundo después, un pañuelo amarillo, que voló en el aire arrojado por uno de los jueces principales, señalaba una infracción, que además de costarle cinco yardas por un offside, marcaría una tendencia durante toda la primer mitad en el que el equipo pentacampeón del Súper Tazón recibiría una “goleada”, si se hace alusión al fútbol, recibiendo tres touchdowns seguidos.

Los Cuervos hacían todo bien y como en el cuento de Poe, eran el terror de unos desubicados Cuarentainueves. El menor de los Harbaugh entraba en cólera en la línea de banda, los aficionados de Baltimore festejaban y los cabizbajos hinchas del equipo californiano predecían una paliza inevitable. Por un momento los sudorosos y fornidos atletas se retiraron del terreno de juego. A los cascos, guayos y hombreras los reemplazaron un enorme escenario en forma de rostro de mujer, bailarinas vestidas de gala y cientos de aficionados que en un abrir y cerrar de ojos se ubicaron de forma organizada en el centro de la cancha. Empezaba el conocido y tradicional espectáculo de medio tiempo, que estaría a cargo de la cantante norteamericana Beyoncé que deslumbró a los casi 72mil espectadores que llenaban las gradas. El show lleno de luces, enormes efectos visuales y elaboradas coreografías no anticipaba lo que vendría a continuación.

Pepsi Super Bowl XLVII Halftime Show

Ambos equipos pisaron de nuevo la grama artificial del Superdome. Los Ravens esperaban extender o al menos mantener su ventaja y los 49ers iban por una remontada sin antecedentes en instancias finales. La pierna izquierda de David Akers mandó el balón ocho yardas por detrás la zona de anotación contraria, lo que en la mayoría de las ocasiones significaría que el receptor se arrodillaría y su equipo comenzaría a atacar en la yarda veinte. Pero esta vez, como pocas, no fue así. Quien recibía el balón era el rápido y escurridizo Jacoby Jones que tomó el ovoide con ambas manos y como si se tratara de un tesoro, lo llevó en sus brazos a través de 108 yardas repletas de feroces defensivos, cuyo único objetivo era golpearlo para detener su carrera y de ser posible arrebatarle el preciado objeto. Jones pisó la zona de anotación contraria rompiendo un récord y sumando seis puntos más al resultado. Los Cuarentainueves eran golpeados de nuevo y el marcador electrónico anunciaba un contundente 28 a 6.

Los dorados y rojos de San Francisco atacaban de nuevo en búsqueda de la cada vez más lejana remontada, sin embargo, todo seguía mostrándose en su contra. En su primera jugada el mariscal Kaepernick era capturado con 13 minutos y 22 segundos restantes en el tercer cuarto. En este momento algo surreal sucedió. El tiempo se detuvo. Lo hizo primero en el tablero del estadio que señalaba “13:22”, luego lo hizo en los estupefactos rostros de las casi 72mil personas que presenciaban un momento nunca antes vivido en un Súper Tazón. El apagón duró 35 minutos y al regresar la luz se demostró que esta vez la oscuridad no fue la aliada de los Cuervos.

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A los de Baltimore se les fueron las luces. Recibieron 17 puntos seguidos y la lejana e improbable remontada de los californianos comenzaba a parecer posible. Tras un momento de genialidad del inexperto Kaepernick su equipo se ponía a solo 2 puntos del rival. El tablero marcaba 31-29 a favor de los Ravens. Todo indicaba que se venía una recuperación de película. Fue solo un destello. En esta oportunidad la histórica vuelta al marcador se quedó en una hipotética cinta taquillera. Tras una serie de malas decisiones técnicas y un polémico error arbitral cerca del final, a los Cuarentainueves se les quemó el pan en la puerta del horno. Estuvieron a solo un par de yardas de anotar el touchdown que les hubiera dado la ventaja por primera vez en el partido. No lograron su cometido y la golpeada defensiva de los Cuervos había resistido la embestida que casi les cuesta el campeonato.

Al filo de una lúgubre medianoche para los 49ers, los Cuervos les habían arrebatado el trofeo Vince Lombardi a los de San Francisco por primera vez en su historia en los Super Tazones, lo que acreditaba a los Ravens como campeones de la cuadragésima séptima versión del Súper Bowl. El mariscal de campo Joe Flacco fue nombrado como jugador más valioso y Ray Lewis, icono del equipo de Baltimore, se retiraba ganando su último y más importante partido. Cerraba su carrera con broche de oro. El brillante trofeo se alzó, sostenido por Flacco y Lewis, en lo más elevado del podio, sellando con resplandor aquella oscura noche.

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El mago áureo

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Cuando estaba en sus pies el balón rodaba con gracia, casi lentamente. Un leve toque con la cara externa de su botín derecho movía a la esférica lo suficiente para evadir la feroz barrida del zaguero rival. Luego, con elegancia, movía su pierna para evitar el golpe mientras su botín zurdo realizaba el siguiente enganche. Cuando Zinedine Zidane jugaba, la gravedad se acrecentaba: caía el balón, que no rebotaba luego de tocar sus guayos a menos que él lo quisiera. Caían sus rivales, que trataban de detenerlo y terminaban de espaldas contra el pasto. Caían las mandíbulas de los atónitos espectadores que presenciaban sus actos de magia.

Nació en el seno de una familia de inmigrantes argelinos en Marsella, puerto bañado por la deslumbrante costa azul francesa. Sus padres habían huido antes del inicio de la guerra de independencia de su país y se instalaron en la bella ciudad costera. Allí fue donde surgió su pasión por el deporte rey viendo a Jean-Pierre Papin y a Enzo Francescolli brillar con la casaca, celeste como el Mediterráneo, del Olympique de Marseille. Zinedine soñaba con emular al elegante media punta uruguayo al que apodaban El Príncipe: al parecer, no esperaba convertirse en rey.

Pasó por varios equipos locales antes de ser fichado por el AS Cannes y más adelante por el Girondins de Bordeaux, en el que junto a sus compañeros Dugarry y Lizarazu se destacó en la liga local y luego en la selección francesa, a la que llegó en 1994 y, dos años más tarde, en 1996, luego de una excepcional actuación en la Eurocopa disputada en Inglaterra, fue fichado por la Juventus de Turín en la que había jugado Michel Platini, quien luego se convertiría en su predecesor. En 2001 sería transferido al equipo en el que todo futbolista sueña jugar, el Real Madrid, por 73.5 millones de euros, cifra récord pagada por un jugador, hasta ese momento.

Zidane Madrid

Zidane sólo cosechó glorias. Ganó todo lo que pudo, tanto individualmente como en equipo, con su club como con su país. Era un rey, un rey Midas del fútbol que a diferencia de convertir en oro lo que tocaba con sus manos, lo hacía con los pies: ganó el Balón de Oro, fue parte del Once de Oro tres veces, alzó la áurea Copa del Mundial 1998. Además, tres veces Jugador Mundial FIFA. Su juego era un deslumbramiento. Un diseñador de la marca de guayos que lo patrocinaba pensó igual y le hizo unos botines dorados, con los que surcó el césped de los estadios alemanes en el Mundial 2006. Ágiles gambetas y giros casi de ballet dejaban a sus rivales inmóviles, como si Dionisio le hubiera conferido el mismo don que a su antecesor griego: Zizou convertía en estatuas doradas lo que dejaba a su paso.

Su técnica era impoluta: aunque Roberto Carlos le hiciera un cambio de frente con mayor potencia a la que le imprimía a uno de sus tiros libres, Zidane detenía el balón y lo descansaba con gracia sobre su empeine. No lo dejaba caer, lo elevaba de nuevo y lo pasaba por sobre la cabeza de un defensa. La gravedad hacía su efecto y el balón caía por segunda vez sobre sus botas. Uno, dos, tres rebotes más siempre sobre sus pies, hasta que la bola, embriagada, finalmente tocaba el suelo para seguir moviéndose de forma sutil, entre guadañazos y tacos de metal del contrario que, claro, nunca la alcanzarían.

Es como si la mitad del tiempo le molestara que el balón hiciera contacto con el césped, como si le disgustara que estuviera quieto… como si el momento previo al pitazo inicial fuera una eternidad. El mago de Marsella hizo algunos de sus mejores trucos con el balón en el aire. Aquel centro que le llegó por la izquierda una noche en el Hampden Park de Glasgow, lo transformó en un truco digno de Copperfield. Sus rivales vestidos de rojo y negro y sus compañeros merengues quedaron estupefactos ante este brochazo de pierna zurda que dejaba al portero teutón petrificado y que le otorgaba la novena Champions League a su histórico equipo.

Zidane

No todo tiene un final feliz, tampoco un final perfecto. El partido definitivo de la Copa del Mundo 2006 sería escenario del último espectáculo de este artista, que hacía sutiles pinceladas a la Monet con la diestra y violentos pero espectaculares trazos a la Pollock con la zurda. A los 34 años decidió dejar el fútbol por la puerta grande; el marco de la final lo valía, sería un cierre con broche de oro. En el Estadio Olímpico de Münich todo pareció estar en cámara lenta cuando Zizou clavó su botín derecho en la grama junto al punto penalti. Tocó con suavidad la parte inferior del balón imitando a Antonín Panenka en la final de la Eurocopa del 76. Gianluigi Buffon se lanzó a la derecha pero la esférica flotó en suspenso hasta golpear el travesaño por debajo y rebotar detrás de la línea de gol. El mago ponía el uno a cero de su final soñada.

El sueño se fue convirtiendo en un mal sueño con el empate de Materazzi y poco después se volvió una pesadilla protagonizada por el mismo zaguero italiano. Tras un cruce de palabras del que sólo se conocen especulaciones, el astro francés, el caballero, el artista, clavó su cabeza calva en el pecho del espigado defensor. Este acto inverosímil no fue visto de inmediato por el juez central Horacio Elizondo, sino por su cuarto asistente, Luis Medina Cantalejo, quien de inmediato informó al réferi lo sucedido. El argentino alzó su mano derecha con la tarjeta roja entre sus dedos y, cual un antagónico Dionisio, puso punto final a la historia como jugador de este Midas del fútbol que bañó de oro casi todo lo que tocó con sus pies…

Mientras la Copa Mundo resplandecía, Zizou,con un sinsabor y una melancolía inusuales, bajaba las escaleras del estadio alemán hacia los camerinos. Fue el adiós de un grande, de un mago, de un artista que perdió la cabeza ad portas del retiro ideal. No fue el final perfecto ni mucho menos, pero la perfección no existe ni en la vida ni en el fútbol. El Midas francés tuvo que dejar a un lado lo único que no pudo convertir en oro.

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